Sudáfrica se aleja del espíritu de Mandela

El 18 de julio se celebra el Día Mundial de Nelson Mandela. Con motivo de esta celebración, nos adentramos en Sudáfrica para analizar la situación actual del país. Las disputas xenófobas y raciales comienzan a ganar fuerza en la nación más próspera de África a pesar de los intentos por acabar con la segregación. Las costumbres y la brecha económica que existe todavía entre blancos y negro generan constante violencia. Así es la situación actual del país más meridional del golpeado continente africano.

La asfixia económica a la que sometió la comunidad internacional a Sudáfrica a finales de los años 80’, sumado al golpe palaciego dentro del Partido Nacional que gobernaba el país desde 1948 y que aupó al poder a Frederik De Klerk, obró el milagro. El 17 de junio de 1991, tras décadas de Apartheid, las tres cámaras del Parlamento sudafricano (blanca, mestiza e india) derogaron la última de las leyes sobre la que se sustentaba el complicado entramado legal del Apartheid: Los recién nacidos ya no serían calificados por razas. Se ponía así fin a toda una serie de normas que habían empezado a implantarse en el país en 1913 y que perjudicaba especialmente a la población negra, que se veía totalmente desplazada por los blancos.

Entre otras medidas, estas leyes racistas reservaban el derecho del voto únicamente a los blancos, obligaban a los negros a vivir en zonas alejadas y les prohibían moverse con libertad, derecho del que solo disfrutaban los blancos que, a su vez, estudiaban en escuelas separadas y más preparadas y tenían mejores salarios por ley.

Un año antes de acabar con las leyes racistas, en febrero de 1990, se liberó a Nelson Mandela tras 27 años de prisión. Considerado terrorista por la ONU, el que en 1993 fuera nombrado Nobel de la Paz, figuró en la lista de vigilancia terrorista de Estados Unidos hasta el año 2008 y siempre necesitó de un permiso especial para viajar a Norteamérica.

Tras su salida de prisión, una oleada de cambio embriagó al país. En un referéndum en 1993, los blancos aceptaron otorgar a la mayoría negra el derecho al voto y, en 1994, se realizaron las primeras elecciones democráticas y que auparon a la presidencia a Nelson Mandela por mayoría absoluta. El aislamiento internacional llegó a su fin tras casi 80 años en los que Sudáfrica prohibía la mezcla de razas.

Tras la muerte del icono

El 18 de julio de cada año, día de nacimiento de Nelson Mandela, la ONU se une al llamamiento de la fundación que lleva su nombre para dedicar 67 minutos de nuestro tiempo a ayudar a los demás. Durante 67 años, Nelson Mandela dedicó su vida al servicio de la humanidad, como abogado defensor de los derechos humanos, como preso de conciencia, trabajando por la paz y como primer presidente elegido democráticamente de una Sudáfrica libre. Sin embargo, ¿cómo se encuentra Sudáfrica hoy? ¿Todavía soplan los aires que levantó Madiba?

“Cuanto más cambian las cosas, más iguales permanecen”, aseguró no hace mucho el Nobel de Literatura sudafricano J.M. Coetzee en relación a su país.  En 1994, cuando Sudáfrica logró una transición pacífica de un sistema regido por la discriminación racial institucionalizada a una democracia moderna, se convirtió en un modelo a seguir para todo un continente acostumbrado a golpes militares, injusticias y un futuro siempre incierto. Además, el país conquistó impensables victorias de las que jactarse: consolidó un sistema democrático estable, en el que se celebran elecciones libres y de cuya transparencia nadie duda; apañó una justicia independiente, que trabaja sin injerencia del Ejecutivo y, tras décadas de censura, recuperó la libertad de expresión, gracias a una prensa crítica y autónoma.

Pero, aun lejos de su pasado infame, la nueva Sudáfrica es todavía una sociedad en estado de metamorfosis violenta, que no logra enterrar del todo la pesada herencia de la política de exclusión llevada a cabo por la minoría blanca bajo la tutela británica, primero, y bajo el infame apartheid a partir de 1948, después.

En la actualidad, las tensiones siguen a flor de piel, especialmente por la gran brecha económica que existe todavía entre blancos y negros. Según datos del Banco Mundial, la población negra, que constituye el 78% de sus 50 millones de habitantes, acumula el 28% de los ingresos, mientras que el 9% de la minoría de origen europeo posee el 61% de la riqueza. En cierto modo, la pobreza y la creciente brecha socio-económica reemplazaron la lucha racial por una lucha de clases.

Por otro lado, pese al fin del apartheid, las distintas razas viven juntas, pero sin mezclarse y esa unión social parece lejana. Ya no porque la ley lo imponga, sino porque lo determinan las costumbres. Asimismo, esas tensiones sociales a menudo desembocan en una violencia atroz, calcada a la de aquel régimen que sometió brutalmente a la población negra durante cuatro décadas. E incluso todavía existe segregación racial en algunos colegios, donde los niños blancos y los niños negros estudian por separado.

Todo ello sin sumar la ola xenófoba que existe en el país y que cada cierto tiempo estalla en enfrentamientos entre sudafricanos y africanos extranjeros procedentes de países como Nigeria, acusados “de robar el trabajo a los locales”. Solo en abril de 2015, más de 7.000 extranjeros fueron desplazados por estos ataques xenófobos. Y es que la historia de Sudáfrica es una historia intrínsecamente violenta, que en la actualidad se evidencia con una tasa de criminalidad 4,5 veces mayor a la de la media mundial, con 42 asesinatos diarios y la violación de una mujer cada 17 segundos, según datos de 2012. Ciudad del Cabo, con 46 homicidios por cada 100.000 habitantes, sigue siendo una de las ciudades más peligrosas del mundo. A no mucha distancia, Bahía de Nelson Mandela, con 36 homicidios por cada 100.000 habitantes, y Durban, con 31, viven también envueltas en una ola de violencia casi perenne.

A este contexto de terror siempre latente y de vertiginosa desigualdad social se suman otros problemas no menores, como una población de 5,6 millones de adultos infectados con VIH, un analfabetismo que afecta al 20% de la población, elevadas tasas de desempleo y un estancamiento demográfico por el efecto de la pandemia. De hecho, aunque cueste creerlo en el estado más próspero de África la esperanza de vida, en pleno siglo XXI, apenas supera los 50 años.

Por tanto, las tensiones racionales, la intolerancia y la ausencia de valores de entendimiento y reconciliación siguen latentes en el país. La Nación Arcoíris, como definió Mandela a la nueva Sudáfrica, está muy debilitada. La idea de un país unido, capaz de superar sus diferencias históricas y lograr la convivencia entre razas se va apagando, especialmente después de la muerte de ‘Tata Madiba’. “No se hace ningún esfuerzo por transmitir la filosofía política de Mandela en la sociedad, básicamente porque los dirigentes actuales difícilmente se guían por esos valores”, asegura no hace mucho la periodista del Daily Maverick, Ranjeni Munusami. “Nos hemos convertido en una sociedad definida por el propio interés, la avaricia, la violencia y el abuso de los derechos y la dignidad de los otros. Hemos perdido nuestra Madelinidad”.

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