¿Qué mundo vamos a dejar a las generaciones futuras?

Con la aparición del ecologismo y de la conciencia de nuestra responsabilidad por el futuro de la vida, de los ecosistemas, de la humanidad, del planeta y de las especies que lo habitan, algunas conciencias despertaron. Sin embargo, a día de hoy, esta concienciación ha perdido fuerza, catapultada por un sistema capitalista atroz que apuesta por el consumo como única herramienta útil para el crecimiento de la sociedad y del bienestar individual.

Existimos por encima de la Tierra y del resto de las especies que la habitan. Quizá muchas personas se echarían las manos a la cabeza ante tal afirmación. Desgraciadamente, la inmensa mayoría, aunque moralmente esté en contra, actúa como tal. Decía el ecólogo Ramón Margalef que no debemos hablar de “el hombre y la biosfera”, sino de “el hombre en la biosfera”. Sin embargo, esa conciencia planetaria que debería guiar nuestra vida y que surgió con fuerza en los años 80 del siglo pasado, ha ido poco a poco desapareciendo de nuestra conciencia.

El filósofo alemán Hans Jonas, autor de “El principio de la responsabilidad”, defendió durante toda su vida la idea de que hay que actuar “de forma que los efectos de tus actos sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica y genuina”. Jonas manifestaba abiertamente que la sociedad ha perdido el deber moral de proteger la naturaleza. Es más, este filósofo sionista fue incluso capaz de cuestionar a Dios después de sufrir a Hitler y sus atrocidades. “El nazismo es la expresión de un mundo en que Dios ha renunciado al poder para que el hombre pueda existir. Es el punto de partida de la existencia del mal”.

Y es que como bien decía Jonas, solo el ser humano tiene responsabilidad y la capacidad de revertir la situación actual. “Son los humanos los únicos que pueden escoger consciente y deliberadamente entre alternativas de acción y esa elección tiene consecuencias. La responsabilidad emana de la libertad, es más, la responsabilidad es la carga de la libertad”. Pero, ¿solo hemos de defender nuestra vida auténtica y genuina? No. Jonas iba más allá, pues también hemos de defender la vida genuina de otras especies. Porque todas nuestras acciones tienen consecuencias. De ahí incluso surge su “principio de precaución”: no todo lo que se puede hacer se debe hacer. Esta prudencia aristotélica que adoptó Jonas recae también en la tecnología: “Hemos de aplicar ese principio de precaución en toda aquella tecnología que tenga el potencial de agravar la insostenibilidad de nuestro mundo”.

Las generaciones futuras

En nuestro día a día hemos dejado de preocuparnos por el mundo que vamos a dejar a nuestros hijos y a nuestros nietos. Algunos pueblos indígenas casi desaparecidos, como los que conformaban la Confederación Iroquesa en Estados Unidos, se guían por la Gran Ley de la Paz o Gayanashagowa. 

Entre los 117 artículos que componen esta especie de constitución oral se encuentra el criterio de la “séptima generación”. Esta ley exige pensar hasta en siete generaciones futuras a la hora de tomar una decisión. Es decir, si nuestra acción va a afectar de alguna forma a los tataranietos de mis bisnietos, no será una buena decisión y habrá que rechazarla.

¿Cómo afectaría una ley moral así en nuestra sociedad capitalista y consumista? ¿Podríamos vivir en una sociedad como la actual si aplicáramos este principio indígena? La respuesta parece clara. La responsabilidad de nuestros actos no solo va a afectar al mundo que dejemos a nuestros hijos, sino que atenta directamente contra nuestro mundo, contra nuestra propia vida. Desde hace décadas nos han hecho creer que el incremento del consumo incrementaba nuestro bienestar. Pero no podemos seguir pensando que ese crecimiento material ilimitado es sinónimo de progreso de la sociedad y de plenitud personal.

Para romper con ese dogma, han surgido conceptos como el de vida sencilla o el de decrecimiento. La también llamada “simplicidad voluntaria” defiende un estilo de vida guiado por la espiritualidad, la salud o el ecologismo. Hay quien también se suma a esta corriente de vida sencilla por justicia social, rechazo al consumismo y por convicciones anticapitalistas. O, simplemente, porque es la forma de vida que más felicidad le aporta. La reducción voluntaria del consumo aumenta además el tiempo libre y la calidad de vida. El propio Gandhi así lo manifestaba: “Vive de manera simple para que los demás simplemente puedan vivir”.

Este estilo de vida minimalista se plantea en muchas ocasiones como la revaloración de las prioridades para eliminar el exceso de cosas, pueden ser pertenencias, actividades y hasta relaciones. En resumen, quienes practican la simplicidad voluntaria actúan conscientemente para reducir sus deseos de comprar servicios o productos y, de esta manera, reducen así la necesidad que tienen de trabajar, es decir, de intercambiar su tiempo por dinero para poder seguir adquiriendo más cosas.

En definitiva, y para terminar este artículo, la defensa de la conciencia planetaria, del decrecimiento y de la vida sencilla no es más que una cuestión de sensatez. En pleno siglo XXI, la sociedad y la biosfera exigen una nueva forma de juicio que sea personal, social y plantearía, es decir, que tenga en cuenta el contexto social de los bienes y servicios que utilizamos y que sea consciente de las repercusiones pequeñas y grandes de nuestras acciones. Porque, por mucho que nos duela, no podemos olvidar ni obviar nuestra responsabilidad como individuos. Porque todas las desgracias que ocurren a nivel planetario ocurren, en parte, por nuestra culpa.

 

 

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