La economía, convertida en fin y no en un medio, se ha apoderado de todas las esferas de la vida. Debemos reducirla a la medida de nuestras necesidades reales y centrarnos en actividades más importantes.
Es verdad que en tiempos de crisis (económica, se entiende) se habla más de economía que en épocas de bonanza. Vivimos pendientes de la bolsa, los tipos de interés y, últimamente, el diferencial con el bono alemán. Pero también es cierto que, con crisis o sin ella, en las últimas décadas la economía ha ido invadiendo nuestras vidas. Se ha convertido en el centro de la actividad humana. Todo ahora tiene una dimensión económica y parece que lo más importante es que la economía marche bien. Estamos, en suma, hipereconomizados.
La omnipresencia de la economía obedece a diversas causas. La primera de ellas es el sistema de producción y consumo imperante, basado en el crecimiento económico como valor absoluto. Un crecimiento que es cuantitativo (hay que producir más, aumentar las ventas, estimular el consumo) y cualitativo (extensión de la actividad económica a ámbitos como el tiempo libre, el cuidado de niños y mayores, el deporte o la cultura).
Este exceso de mercantilización, de primacía de lo económico, es evidente en algo tan cotidiano como el trabajo remunerado. Si dedicamos 10 ó 12 horas al día a trabajar (a procurar ingresos económicos), estamos dando prioridad en nuestra vida a aquélla actividad que nos permite sostenernos económicamente. La secuencia lógica es la siguiente: si dedico más de un tercio de mi vida a ganar dinero (mediante mi trabajo), será que el dinero (lo económico) es lo más importante en esta vida.
Por otro lado, de un tiempo a esta parte muchos ciudadanos de a pie se han convertido en “inversores”. En todo el mundo la clase media compra acciones en bolsa, deuda pública y fondos de inversión como si fueran churros. Y los más incautos contratan opciones, futuros y demás productos financieros sofisticados. Es decir, el acceso a los “mercados” financieros se ha popularizado y generalizado.
Otro factor que ha contribuido al auge de la economía ha sido su propia globalización. Si lo que ocurre a miles de kilómetros puede afectar a la economía doméstica, resulta que nuestras preocupaciones aumentan y la sed de información económica crece. Por ello ya no sólo nos importa lo que pasa en nuestro país, sino que las secciones económicas de los periódicos engordan con noticias del resto del mundo. Nos guste o no, vivimos pendientes de la economía, día y noche.
Reequilibrar la balanza
Sin embargo, debemos darle de nuevo a la economía el papel que le corresponde, y que no es otro que el de actriz secundaria. Necesitamos una economía a menor escala, a la medida de nuestras necesidades reales. Un sistema verdaderamente socioeconómico, en el que lo “social”, entendido como las relaciones entre los individuos y comunidades, no quede al margen de lo económico.
Debemos reequilibrar la balanza de las actividades humanas. Precisamos de una economía que no ocupe el espacio de ámbitos esenciales para el verdadero desarrollo, para construir un mundo mejor. Una economía que no nos quite tiempo y energía para educar a nuestros hijos, planificar políticas de futuro, cuidar el medio ambiente, participar con la comunidad o practicar la solidaridad y el altruismo. Porque la economía ha de servir a los hombres y a la sociedad, y no a la inversa.