¿Por qué nos cuesta tanto cuidar nuestro entorno?

Las encuestas demuestran que para una inmensa mayoría el medio ambiente merece protección y respeto. Sin embargo, la realidad nos enseña que en materia de ecología, del dicho al hecho hay un buen trecho. Veamos por qué.

Cuando se pregunta al público en general sobre la necesidad de adoptar medidas para proteger nuestro entorno, la gran mayoría se muestra de acuerdo. En cambio, nuestras acciones individuales no se corresponden con ese sentir general. No ahorramos toda la energía que deberíamos, contaminamos más de la cuenta, no nos fijamos en los productos que consumimos, no reciclamos lo bastante…Digamos que disociamos nuestras conductas de nuestros valores.

Crisis de percepción y autoengaño

El primer motivo para no actuar en “modo” ecológico es la percepción de que, pese a que las amenazas existen, no son graves o inminentes. Somos conscientes de que tenemos problemas de contaminación, cambio climático, agotamiento de recursos o desertificación. Pero a la vez nos parece que tenemos tiempo, que el límite está lejos todavía y nada es urgente. Miles de científicos nos advierten de las consecuencias irreversibles del daño que estamos causando al planeta, pero sus voces nos parecen exageradas. Nos dicen que nos pongamos las pilas, porque el buque es inmenso y necesita tiempo para virar el rumbo. Nos previenen del peligro asociado al crecimiento exponencial, cuando miles de millones de seres humanos quieran vivir a todo trapo, como hacemos en los países ricos. Incluso la ONU, a través del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático, advierte de la que se nos viene encima. Y sin embargo, no hacemos mucho caso, inmersos en una verdadera crisis de percepción. No escuchamos, o no queremos escuchar, lo que nos lleva a un recurso muy utilizado por nuestra especie: el autoengaño.

El psiquiatra Luis Rojas Marcos afirma que “gracias al autoengaño superamos una realidad devastadora con una ilusión reconfortante, neutralizamos una verdad implacable con una falacia benevolente, justificamos una conducta intolerable con una excusa persuasiva”. Y es que nada es más fácil que huir de la realidad, ocultándola o ignorándola. Si pensamos que eso del cambio climático no es tan grave, nos será más fácil coger el coche para ir a la vuelta de la esquina. Si creemos que la sequía jamás nos afectará, en lugar de ducharnos podremos llenar la bañera con la conciencia tranquila. Si nos convencemos de que los pequeños gestos no tienen efecto, ¿para qué vamos a bajar la calefacción o llevar ese trasto hasta un punto de reciclaje? Y así, sucesivamente, nos autoengañamos para no someternos a privaciones individuales en aras de un bien colectivo, para no renunciar a nuestro estilo de vida.

Fe ciega en la tecnociencia

Otra forma de autoengaño es creer que las maravillas de la técnica nos van a librar de la crisis ecológica. Que en algún momento los avances técnicos resolverán nuestros problemas y podremos seguir produciendo, consumiendo y gastando hasta el infinito sin dañar el planeta. Pero eso no va a ocurrir con la deriva que llevamos. Y ello porque el crecimiento de la producción y el consumo mundial supera con mucho el ahorro de energía y materiales logrados por la ecoeficiencia.

Esta tendencia es fruto del llamado “efecto rebote”, que puede entenderse con un sencillo ejemplo: es cierto que los coches cada vez consumen menos, pero como al mismo tiempo se fabrican y venden muchos más coches, el consumo de combustible aumenta en el cómputo global. Como suele decirse, estamos haciendo un pan con unas tortas. Así que, dejemos ya de engañarnos: la tecnolatría crónica que padecemos no va a sacarnos las castañas del fuego. Porque el déficit no es de progreso tecnológico, sino de prudencia y respeto hacia el planeta que nos acoge.

 

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