El desastre de Fukushima, el mal de las vacas locas o el cambio climático son tres ejemplos claros de imprudencia en la actuación humana. Pero, ¿por qué asumimos y aceptamos tantos riesgos?¿De verdad nos compensa?
Según el diccionario de la Real Academia, prudencia es sinónimo de templanza, cautela, moderación, sensatez y buen juicio. Es la virtud que “consiste en discernir y distinguir lo que es bueno o malo, para seguirlo o huir de ello”.Y en lo que aquí nos importa, prudencia es, sobre todo, precaución para evitar posibles daños.
Ya Platón, en La República, hablaba de la prudencia como una de las cuatro virtudes cardinales. Y para su colega Epicteto la prudencia era “el más excelso de todos los bienes”. Hasta Baltasar Gracián le dedicó toda una obra en “El Arte de la Prudencia”. Apreciada en la antigüedad, en nuestros días, sin embargo, la prudencia ha sido arrinconada por el progreso y la modernidad, que la ven como un obstáculo para el crecimiento y el desarrollo.
Las imprudencias se pagan
De un tiempo a esta parte, la imprudencia preside la actuación humana, tanto a nivel individual como colectivo. Creemos que lo tenemos todo bajo control o, mejor dicho, que podemos llegar a controlarlo todo. Y eso hace que, perdiéndole el respeto a lo desconocido, nos lancemos de cabeza a empresas con elevados riesgos. Veamos algunos casos conocidos y su justificación.
Energía nuclear. ¿Segura? Pregúntenles a los vecinos de Fukushima o de Chernobyl. Justificación: necesitábamos energía “barata” para alimentar el imparable crecimiento económico de las últimas décadas.
Mal de las vacas locas. Enfermedad provocada por el hombre al alimentar a ganado vacuno (y herbívoro, para más señas) con harinas animales. Justificación: al comer proteínas de origen animal las vacas crecían más rápido.
Cambio climático. En su mayor parte de origen antropogénico, es decir, causado por la humanidad, y cuyo mayor exponente es el calentamiento global. Justificación: tras una primera fase de negación (el hombre no provoca el cambio), nos escudamos en el desarrollo y el “crecimiento económico”.
Prótesis mamarias defectuosas o quemaduras con máquinas de rayos uva. Solo un par de ejemplos de cómo podemos perjudicar nuestra salud con “tecnologías punta” pero no lo suficientemente seguras. Justificación: culto al cuerpo, antes muerta que sencilla o narcisismo al poder, llámenlo como quieran.
“No se han demostrado efectos adversos para la salud”
Esta sencilla afirmación, que ya de por sí genera dudas, suele ser suficiente para que consumamos nuevos productos o utilicemos nuevas tecnologías sin reparo alguno. El mercado, ávido de beneficios, nos ha inculcado que si no se demuestra a ciencia cierta que algo es nocivo, es apto para su uso o consumo. Pero, parémonos a pensar un momento. ¿No debería ser al revés? Aunque fuera por el bien de nuestros hijos, por una cuestión de sentido común, o por simple prudencia, ¿no deberíamos abstenernos de probar algo nuevo hasta que se demuestre que es inocuo para la salud?
Y, por favor, que no nos digan que la seguridad está reñida con el progreso. Sencillamente, tardaríamos un poco más en incorporar productos y tecnologías a nuestras vidas, pero serían seguros y evitaríamos efectos “colaterales” de todo tipo. Sobre todo, eliminaríamos dudas como las que hoy existen en torno a los cultivos transgénicos, determinadas sustancias tóxicas o los campos electromagnéticos generados por teléfonos móviles o tendidos eléctricos.
No permitamos que el sistema de producción y consumo imperante nos seduzca con adelantos tecnológicos poco seguros. Aunque a cambio nos ofrezca programas de “gestión de riesgos” y “planes de contingencia”. Porque ¿no sería mucho mejor no generar esos riesgos y evitar así las posibles contingencias? De modo que menos tecnolatría y más prudencia, poniendo en práctica el viejo proverbio: “nadie prueba la profundidad del río con ambos pies”.