Ya hemos visto cómo la concentración del poder promueve la defensa de los intereses de unos pocos en detrimento del interés general. Veamos ahora algunas propuestas prácticas para desconcentrar y democratizar el poder.
Si en la primera parte de este artículo analizábamos los efectos de la concentración del poder, en esta segunda parte vamos a centrarnos en cómo distribuir el poder para dar voz (y voto) a sectores más amplios de población. No es tarea fácil, pues el poder es adictivo y los que lo detentan se aferran a él para no apearse del establishment.
El papel de la sociedad civil
La sociedad civil o, si se quiere, los ciudadanos de a pie, debemos recobrar el protagonismo frente al poder político, tan proclive a defender los intereses de las élites. La participación ciudadana en los procesos de toma de decisiones es vital para que los intereses de la mayoría se vean protegidos y se equilibre la balanza del poder. Si la ciudadanía no participa con identidad y voz propia, se ensancha la brecha entre administradores y administrados. Corremos el riesgo de perpetuar el divorcio entre políticos y ciudadanos, los primeros ejerciendo el poder sin escuchar a los segundos, que se convierten en meros espectadores del proceso.
Más allá de ejercitar el derecho al voto cada 4 años, el poder ciudadano debe emerger con fuerza, capitalizando la energía e inteligencia colectiva, tendiendo puentes con la administración. Debe producirse una transición de vasallos y súbditos a ciudadanos plenos, responsables y comprometidos. Como dice el economista y politólogo egipcio Samir Amin, “hay que buscar la convergencia dentro de la diversidad, y alcanzar un poder de cambio real. No basta con protestar”. Se trata de potenciar el movimiento que engloba las acciones de la sociedad civil en todo el mundo, y que ha sido definido como la “segunda superpotencia”. Un movimiento que se articula en torno a internet y sus distintas fórmulas, siempre participativas, y que es lineal y no vertical. Que funciona de forma genuinamente democrática y que permite compartir valores de diferentes culturas y acumular un poder invisible pero creciente, cuyo valor reside precisamente en su desorganización (o autoorganización).
Más democracia real
Otra forma de combatir la concentración de poder es permitir que los ciudadanos participen directamente en la toma de decisiones. Internet y las nuevas tecnologías hacen posible una democracia directa o participativa, frente a la fórmula representativa (más formal que real) a la que estamos acostumbrados. Las grandes cuestiones que afectan a toda la sociedad deberían someterse a la opinión y voto de todos los ciudadanos, a modo de referéndum.
El proceso seguido en Islandia para reformar su constitución tras la crisis financiera vivida en ese país es un claro ejemplo de democracia participativa. A través de una página web oficial, los islandeses pudieron hacer propuestas para su nueva constitución o comentar las formuladas por otros conciudadanos. La comisión que tutelaba el proceso se reunía y debatía todos los jueves, en sesiones emitidas en Internet. Demos la bienvenida a la democracia 2.0.
Otras medidas, como la introducir listas abiertas en las elecciones (de modo que el votante pueda expresar su preferencia entre las personas que figuran en la lista), garantizar la transparencia en la actuación política, asegurar la independencia del Fiscal General del Estado o los vocales del Tribunal Constitucional, o promover la democracia interna en los partidos políticos, también contribuirían a reducir la concentración de poder.
Equilibrio del poder en el plano internacional
Frente al poder ejercido por un reducido número de estados (que se reúnen en los ya famosos G-7, G-8, G-20 o en otras “minicumbres” para elegidos), debemos reivindicar organismos internacionales fuertes y en los que estén representados un amplio número de países. La ONU, por ejemplo, debería refundarse en una organización democrática que sustituya el dominio de la concentración de poderes económico, bélico, tecnológico y mediático.
En palabras de Federico Mayor Zaragoza, es precisa una “refundación del multilateralismo, dotando al sistema de las Naciones Unidas de los recursos personales, técnicos y financieros que requiere. Para, en definitiva, “reponer los principios democráticos y los derechos humanos en el centro mismo de la gobernación a todas las escalas”.