El negocio de la depresión

En la sociedad actual, la gente tiene muchos motivos para deprimirse —una pérdida, como la muerte de un familiar, el desempleo, la precariedad o la soledad—. El problema es que estas situaciones emocionales, que hasta no hace mucho se catalogaban como simples estados pasajeros de ánimo, hoy se consideran enfermedades medicables, de ahí que las estadísticas reflejan un considerable aumento del porcentaje de personas que son calificadas de depresivas.

“La crisis de sobreacumulación de capital en la que estamos inmersos tiene hondas repercusiones sobre la salud”. La afirmación no es mía, sino del psicólogo Alejandro Bello, y aparecía en un artículo de 2009 en el periódico Diagonal. Y es cierto. Solo hace falta mirar un poco alrededor para darse cuenta de que el sistema capitalista ha implantado un modelo de vida que lleva a gran parte de la población a una muerte irremediable. Este sistema atroz fundamenta su pervivencia en la constante explotación de todos los recursos y seres disponibles en pos de una acumulación constante e ilimitada de poder y riqueza.

El hambre es hoy la ‘enfermedad’ que produce más muertes en el mundo. Más que el sida, la tuberculosis o la malaria juntas. Según datos oficiales, cerca de 800 millones de personas no tienen alimentos suficientes para llevar una vida saludable. Y esa pobreza extrema que hasta no hace mucho veíamos por televisión, ya ha llegado a nuestro país. Cientos de personas viven en la calle, miles son desahuciadas cada año y otras tantas sobreviven gracias a pensiones irrisorias. En España se pasa hambre y frío. Las penurias llevan a la desesperación. Se multiplican los suicidios y los casos de muerte prematura. También crece sin control el número de ‘enfermos’ mentales a causa del estrés, la depresión y el miedo.

“A mi juicio, un sistema económico que no proporciona bienestar a una parte muy importante en la sociedad es un sistema económico que fracasa”, afirma el economista Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía en 2001. Pero para corroborar toda afirmación hacen faltan datos. Y así lo hicieron en una interesante conferencia en Traficantes de Sueños, Iván de la Mata, presidente de la Asociación Madrileña de Salud Mental y el psiquiatra y profesor universitario, Enrique González Duro.

“La fatalidad de la psiquiatría es que no ha podido desligarse del poder”, explica González Duro. “Durante muchos años, los psiquiatras pertenecían al bando vencedor de la Guerra Civil y no eran fiables. Hoy, la corriente defendida por los psiquiatras de Estados Unidos, con el biologismo y el uso abusivo de medicamentos ha triunfado sobre otras alternativas para tratar al enfermo mental”, reconoce. Esto supone que las terapias no farmacológicas hayan perdido mucha fuerza, “especialmente porque se ha concedido a las farmacéuticas el beneficio de formar psiquiatras”.

El afamado psiquiatra Guillermo Rendueles afirma en multitud de entrevistas que, a muchos de sus pacientes que se quejan de estrés laboral, les recomienda “un comité de empresa, no un medicamento”. El sistema capitalista genera un trabajo cada vez más doloroso y que produce gran malestar. Y los trabajadores buscan remedios artificiales para apagar esa pena y la angustia interna que les produce. “En lugar de intentar cambios reales, acuden a pastillas que hacen ver las cosas más lejos, menos importantes. Las pastillas crean una especie de barrera contra el daño que te ataca, pero el daño no desaparece”, manifiesta Rendueles. Esta alienación es el fruto más tangible de los procesos de individualización que impulsa el sistema capitalista desde hace décadas.

“Yo soy yo, yo dirijo mi vida, no tengo nada que ver con los otros”. “Hazte a ti mismo”. “Vive la crisis como una oportunidad”. Estos eslóganes propios del capitalismo psicológico generan más estrés, más alienación, más angustia y más miedo al fracaso. Sentimientos internos que permiten al sistema dar otro giro de tuerca, aplicando más precariedad, más mobbing y más pobreza. Por eso, como reconoce Rendueles, la solución no está en las pastillas, sino en crear lazos de solidaridad que modifiquen la situación. La desolidarización generalizada, la competencia extrema y el individualismo imperante son las herramientas que trabaja el capitalismo para perpetuarse en el tiempo. La solución, por tanto, está en nuestra mano.

Aumento de la depresión

En la charla de González Duro y De la Mata se analizó constantemente el crecimiento espectacular de la depresión. “Se ha expandido la enfermedad y con ella la psiquiatría pasa a un primer plano, contando con los antidepresivos, psicofármacos aportados por la industria farmacéutica”, reconocía el veterano psiquiatra. Nuestro día a día produce creciente inseguridad, ansiedad y miedo. Consecuentemente, muchas personas se sienten enfermas y son convenientemente medicalizadas. En tiempos actuales, el aumento de los diagnósticos ha adquirido proporciones gigantescas, y para cada enfermedad existe una pastilla. Y, lo que es más grave, cada vez con mayor frecuencia, para cada pastilla que se inventa hay también una nueva enfermedad.

Cabe destacar que el primer antidepresivo, el Miltown, se puso a la venta en 1955. ¿No había antes casos de depresión? El profesor González Duro explica por qué.  “En la década de 1960, en la que los sociólogos marcan el inicio de la posmodernidad, se había producido un espectacular auge de la demanda psiquiátrica: las cuestiones personales se definían en términos psicológicos y mucha gente creía que sus problemas vitales tendrían solución mediante una psicoterapia no necesariamente médica”. Era imparable la tendencia a psicologizar el sufrimiento que generaba la creciente dificultad de vivir (tras la segunda guerra mundial Europa está devastada), el miedo al fracaso, la imposibilidad de amar y ser amado, el desarraigo, la soledad…

Entonces, se aprovechó esta situación de tristeza generalizada para bajar el umbral de lo que se había considerado hasta entonces enfermedad psíquica. “Y se ofrecieron múltiples terapias breves, entrando en liza los psicólogos, que decían curarlo todo. Temerosos de perder clientela, los psiquiatras se dispusieron a psiquiatrizar cualquier comportamiento más o menos anómalo, extendiendo la patología psíquica y ofreciendo algo que los psicólogos no podían dar: nuevos psicofármacos como el Miltown. El psicoanálisis fue marginado”, concreta el profesor.

Desde ese momento, los “inventores de enfermedades” han obtenido grandes ganancias convenciendo a personas sanas de que están enfermas. Las asociaciones médicas, las asociaciones de pacientes y familiares, las empresas farmacéuticas se vuelven “socios mediáticos” para sus insistentes campañas a favor de nuevas enfermedades y del miedo a las mismas. Hoy en día, estas industrias invierten más en márketing que en investigación, impulsando grandes campañas de “concienciación” que alimentan la utopía de ser personas perfectas, haciendo que personas sanas ingieran medicamentos para estar mejor que bien o para curarse de enfermedades que no son tal. Parece que la medicina ha avanzado tanto, que nadie está sano.

En la sociedad actual, la gente tiene muchos motivos para deprimirse —una pérdida, como la muerte de un familiar, el paro, la precariedad o la soledad—. El problema es que estas situaciones emocionales, que hasta no hace mucho se catalogaban como simples estados pasajeros de ánimo, hoy se consideran enfermedades medicables, de ahí que las estadísticas reflejan un considerable aumento del porcentaje de personas que son calificadas de depresivas. Los psiquiatras se han puesto, por tanto, del lado de quienes fabrican los antidepresivos, no al lado de los pacientes. Porque, aunque la depresión puede ser una enfermedad latente, casi nunca resulta fatal y no implica que esté necesariamente inscrita en los genes como afirman muchos psiquiatras, “sino que el contexto social que viva el paciente es fundamental para poder evaluarla”, explica González Duro.

“¿Cómo pueden haber aumentado de un modo tan extraordinario las personas biológicamente predispuestas a la depresión? ¿Acaso ha habido una mutación genética masiva sin que nadie se haya percatado de ello?”, se pregunta el profesor. Quizá, la pregunta que habría que hacerse es a la inversa: “¿Acaso el capitalismo puede producir salud mental?”. Y es que considerar la depresión como una enfermedad objetiva y objetivable va en contra de los intereses privados de la industria farmacéutica. A esa industria le conviene tanto la epidemia de depresión que hace todo lo posible por ampliarla mediante campañas publicitarias que buscan el reclutamiento del mayor número posible de pacientes, con el aval científico de la psiquiatría dominante. El sistema capitalista atroz hace el resto. Lo más frecuente es que el cliente decida olvidarse de su vida interior, de su caos existencial y obtener alivio inmediato con unas pastillas que habrá de tomar por tiempo indefinido. Así, el consumo de los antidepresivos aumenta al mismo ritmo que los ingresos de las empresas farmacéuticas. Irónicamente, nadie se cura. Y cada vez hay más depresivos.

 

ENTIDADES COLABORADORAS