¿Sabías que tu smartphone, tu ordenador e incluso tu frigorífico tienen una caducidad perversamente determinada por quien los fabricó? El concepto más o menos es éste: diseñar productos frágiles a propósito para fomentar un vertiginoso consumo. Si no tenías ni idea, prepárate. Quizás te duela un poco; tal vez se te remueva la conciencia. No te preocupes. Con suerte, en unos minutos, tú también querrás luchar contra la obsolescencia programada.
La primera vez es tan difícil de pronunciar como de digerir. La obsolescencia programada podría definirse como una estrategia de negocio basada en el intencionado acortamiento de la vida útil de un producto para aumentar las ventas. No es broma. Las marcas exigen a sus ingenieros, perfectamente cualificados para crear bienes más duraderos, que adelgacen la existencia práctica de los objetos que diseñan. ¿Qué ocurriría si se fabricaran lavadoras irrompibles? ¿Desaparecerían los fabricantes de lavadoras? Por tanto: ¿Qué les interesa a estos fabricantes?
Visto así, parece que toda la culpa recae sobre el productor. Hagamos examen de conciencia: ¿Cambiamos de televisor única y exclusivamente cuando ha dejado de funcionar el que tenemos? ¿Nos hemos comprado una tableta que prácticamente ofrece las mismas funcionalidades que nuestro teléfono móvil?
Por desgracia, la obsolescencia programada fomenta y se nutre de otro fenómeno igualmente perverso: el consumismo. Ambos han ido de la mano desde las primeras décadas del siglo XX. Puede que las marcas acorten de manera deliberada y poco visible la vida útil de sus productos. Pero la sociedad de los países desarrollados ha sido su perfecta compañera de baile.
Así empezó todo
La primera vez que el concepto obsolescencia programada apareció por escrito fue durante la Gran Depresión. A pesar de que nunca se puso en práctica gracias a él y a su aportación, el inversor inmobiliario Bernard London consideró que una obsolescencia programada obligatoria ayudaría al mercado a salir de la crisis.
Sin embargo, tal y como explica Cosima Dannoritzer en su documental «Comprar, tirar, comprar» (2011), la obsolescencia programada, por desgracia, no se limitó a ser la teoría económica frustrada de London. Un invento tan popular como la bombilla ya se había visto afectado a escala planetaria por esta práctica tan cuestionable que hoy vertebra en silencio la sociedad de consumo. Este documental lo han visto 12 millones de personas en 12 países del planeta.
En declaraciones posteriores a su grabación, Cosima Dannoritzer expresó que lo que más le preocupaba del asunto era, en primer lugar, el daño causado al Medio Ambiente por la ingente cantidad de residuos resultante de esta obsolescencia programada. En segundo lugar, le aterrorizaba pensar que ya no hubiera marcha atrás.
Y es que la más terrible consecuencia de la obsolescencia programada es la deprimente situación en la que se sumen en la actualidad países subdesarrollados como Ghana, al oeste de África, convertido a la fuerza en el vertedero tecnológico del mundo. Toneladas de productos programados para fallar antes de tiempo han arrasado con todo, condicionando al mismo tiempo la forma de subsistencia de la población. Niños y mayores han sido condenados a buscar pedazos de metal para sobrevivir gracias a su venta.
Cuidado. La programada no es, ni mucho menos, una variante única de obsolescencia. En el blog del profesor y escritor Julio César Llamas, que se define a sí mismo como “un maestro en el campo de batalla”, encontramos un apunte de gran interés: “También los alumnos de colegios e institutos están a las órdenes de la moda. Esto es otra forma de obsolescencia: obsolescencia por modas. Las empresas textiles y otras entidades (medios de comunicación, entre otros) se ocupan de que cada cierto tiempo (pocos años o incluso meses) estén de moda unas determinadas prendas y que otras estén pasadas de moda”.
Programar la esperanza
Afortunadamente, cada vez más personas, en la medida de sus posibilidades, luchan en contra de este fenómeno. No sólo los consumidores, ubicados en la mitad del camino que recorre un objeto de consumo. En los extremos, marcas y países pobres, también se levantan voces críticas contra la obsolescencia programada.
Michael Braungart, coautor del libro «De la cuna a la cuna», explica que la sociedad debería aspirar a ser como la naturaleza: una productora de nutrientes, no de desechos. Si bien ésta es una meta terriblemente elevada, podemos ir poniendo nuestro granito de arena. Basta con empezar a consumir de manera responsable y con contarles el secreto a nuestros semejantes, víctimas también de la obsolescencia programada.