El consumismo acaba con el medio ambiente y aumenta la desigualdad entre Norte y Sur. Sin embargo, apenas se informa sobre esta situación que está abocándonos irremediablemente a un colapso energético sin parangón. Hemos de actuar como ciudadanos responsables y solidarios y empezar a pensar en qué mundo queremos dejarle a las generaciones futuras. Ha llegado la hora de levantar el pie del acelerador y echar el freno de mano.
El gasto familiar se dispara en estas fechas. La Navidad, que hasta no hace muchas décadas se concebía como una época de reunión familiar, disfrute y descanso, se ha transformado en un ‘boom’ consumista donde todo gira en torno a ir de compras. Una decisión nefasta que está destrozando nuestro planeta.
Desde hace décadas hemos escuchado eso de “actúa local, piensa global”. Una vez más, encaja a la perfección en el contexto que hoy queremos abarcar. La intensidad del consumo incide negativamente sobre el medio ambiente, ya que aboca a la sobreexplotación de los recursos, se agotan las materias primas y se genera cada vez mayor cantidad de residuos sólidos, cuyo tratamiento se dificulta cada vez más.
Sin embargo, esta avalancha consumista no solo no preocupa a casi nadie, sino que entusiasma a la mayoría. No hay más que echar la vista un mes atrás y comprobar, por ejemplo, las interminables colas que se agolpaban a las puertas de grandes comercios y centros comerciales el pasado Black Friday. Se podría decir que hoy en día el consumismo domina la mente y los corazones de millones de personas, sustituyendo a la religión, a la familia y a la política.
Toda nuestra vida gira en torno al consumo. Vamos por la calle y los anuncios nos atrapan. Ponemos la tele y todo está enfocado a comprar, comprar, comprar. Navegamos por Internet y decenas de anuncios nos atacan por todos lados. Además, esta publicidad es cada vez más inteligente. Hemos vendido nuestra privacidad a Facebook, Twitter o WhatsApp y estas plataformas la usan sin escrúpulos para bombardearnos con publicidad segmentada, acorde a nuestros gustos y anhelos. La influencia de la publicidad nos ha ganado. La felicidad solo se alcanza con la compra de este o aquel producto. Colas a las puertas de las tiendas de Apple lo corroboran cada vez que aparece el último dispositivo de moda.
Y es que esta sociedad no sólo siente cada vez mayor dependencia de nuevos bienes materiales y derrochamos los recursos, sino que el consumo se ha convertido en un elemento de significación social. Se compra para mejorar la autoestima, para ser admirado, envidiado y/o deseado. Porque las necesidades básicas pueden cubrirse, sin embargo, el deseo de ser admirado y envidiado es insaciable.
Consumo y medio ambiente
Pero, ¿cómo afecta este consumo desenfrenado al medio ambiente y a la desigualdad? En primer lugar, hemos de asumir que estamos en un mundo de recursos finitos. El petróleo, principal fuente de energía fósil y mediante la cual se fabrica la mayor parte de los productos que usamos hoy en día, tiene fecha de caducidad y más pronto que tarde llegará a su fin. Por eso, en las últimas décadas han empezado a surgir voces alineadas del lado de la economía ecológica. Estos economistas intentan que se incorporen las limitaciones ecológicas y físicas al funcionamiento de la economía. “El sistema económico –los recursos naturales y el consumo de bienes- está dentro de un sistema más amplio que es la biosfera”, explica en una entrevista Óscar Carpintero, doctor en Economía y profesor de la Universidad de Valladolid.
Y una de las principales causas de este consumo atroz es el cambio climático, fruto de la extralimitación en la explotación de los recursos naturales que estamos llevando a cabo. “Hemos superado la capacidad de absorción de los gases de efecto invernadero procedente de la quema de combustibles fósiles e incrementado la temperatura del planeta”, añade Carpintero. Por poner un ejemplo, esta misma semana el Consejo de Gobierno de la Junta de Andalucía publicó un documento en el cual aseguraba que el futuro de la ciudad de Córdoba en verano va a ser todavía más angustioso si cabe, superando los 50 grados en las próximas décadas. Sorprende que hace apenas 30 años, los diarios cordobeses llevaban a portada que se habían superado los 40 grados como algo inusual, temperatura que desde hace una década es la tónica de cada verano en la ciudad de la Mezquita.
La crisis económica, ecológica y social en la que estamos inmersos no parece tener solución. Y si la tiene, seguro que no pasa por seguir explotando los pocos recursos fósiles disponibles pues, al ser de peor calidad que los que hemos conocido hasta ahora, su extracción tendrá un impacto ambiental de dimensiones inimaginables. Pero no queremos escuchar. Como ciudadanos responsables deberíamos reducir al máximo nuestro consumo y aceptar la teoría decrecentista que defienden cada vez más economistas. Porque nuestros hijos van a vivir peor que nosotros, a la vez que nuestra generación ya vive peor que la de nuestros padres. Pero de nosotros depende cómo de mal queremos que vivan en el futuro. Nuestras sociedades van a tener que aprender a vivir con menos materiales y energía, con menos cobre, menos platino, menos litio, menos petróleo… Y cuando llegue el colapso debemos estar preparados y haber diseñado ya una alternativa factible.
Y más pobreza
El capitalismo agresivo y depredador está corrompiendo a la sociedad. El deterioro de los valores humanos, la deshumanización generalizada y el aumento de la violencia social son los aspectos más negativos de este individualismo que surge de la mano consumismo salvaje. Tener más que nadie es el único objetivo. Pisar cabezas. Llegar más arriba. La falta de pensamiento crítico, de responsabilidad colectiva, la ausencia de solidaridad hacia otras personas, pobres, migrantes, refugiadas, son muestras de la crisis de valores que vive la sociedad contemporánea.
Pero esa avaricia está impulsada desde las administraciones que nos gobiernan y las empresas que dirigen la economía mundial. No les tiembla el pulso a la hora de acabar con millones de hectáreas de terreno cultivable en los países del sur con el único objetivo de impulsar monocultivos gigantescos que abastezcan a Occidente. Nuestras políticas egoístas condenan al hambre y a la miseria al sur del planeta y, a la vez, nuestras políticas migratorias expulsan a las personas que intentan buscarse una vida mejor en nuestro continente porque nuestra avaricia les ha expulsado del suyo.
Mientras asfixiamos a los países del sur, nuestro consumismo nos convierte también en la sociedad del derroche. Miles de paquetes envuelven toda nuestra comida. Toneladas de alimentos se pierden diariamente en cubos de basura y trituradoras ante la imposibilidad de consumir al ritmo de producción. Compramos ropa decenas de veces al año y tiramos lo que no nos gusta, no porque no sirva, sino porque no está de moda. Ropa que a su vez fabrican en su mayoría niños y mujeres en la otra punta del planeta, explotados por míseros empresarios multimillonarios que en esta parte del mundo son tratados como grandes emprendedores y salvadores de la patria.
El mundo está loco y condenado. El egoísmo ha derrocado a la solidaridad. Y la prudencia ha sucumbido ante el consumismo atroz. Solo nosotros podemos salvarnos. Tenemos que ser conscientes de lo que se nos viene encima. Reducir nuestro consumo, vivir con lo justo y necesario, alejarnos de lujos y ostentaciones. Porque vivir bien no significa vivir con mucho.